Todo comenzó con una obsesión. Howard Carter, un arqueólogo inglés de voz grave y mirada febril, llevaba años hurgando en la arena del Valle de los Reyes, persiguiendo un fantasma. Para 1922, la mayoría de sus colegas creía que Egipto ya había sido saqueado por la modernidad con la misma voracidad que por los ladrones de tumbas de la antigüedad. Pero Carter insistía. Algo quedaba por descubrir. Algo grande.
El 4 de noviembre de 1922, mientras el sol caía sobre las piedras gastadas de Tebas, un aguador tropezó con un escalón enterrado en la arena. Era el primero de los dieciséis que llevaban a una puerta sellada con los cartuchos de un faraón olvidado: Tutankamón. La noticia viajó como un relámpago. Carter envió un telegrama urgente a Carnarvon: Finalmente hemos hecho un descubrimiento maravilloso en el Valle; una tumba magnífica con sus sellos intactos; la hemos cubierto de nuevo esperando su llegada.
Lo que encontraron dentro cambiaría la historia de la egiptología. La tumba, aunque pequeña en comparación con otras de faraones más célebres, estaba intacta, un milagro en un Egipto donde la rapiña había sido una constante durante milenios. Al romper el sello y asomarse por la grieta, Carter sostuvo una vela en alto. En la penumbra, vio destellos dorados, muebles ricamente adornados, estatuas, carros de guerra y cofres cerrados. Carnarvon, ansioso, preguntó si veía algo. Carter, sin apartar la mirada, respondió: Sí, cosas maravillosas.
En el corazón de la tumba, dentro de un sarcófago de oro macizo, yacía el niño-rey. Tutankamón había muerto a los diecinueve años tras un reinado breve y misterioso. Su nombre había sido borrado de muchos registros, como si alguien hubiera querido eliminarlo de la memoria colectiva. Su muerte, envuelta en teorías de conspiración, accidentes y enfermedades, solo añadió más capas a la historia.
Pero si algo capturó la imaginación popular fue la supuesta maldición del faraón. Pocos meses después del descubrimiento, Lord Carnarvon murió por una infección tras una picadura de mosquito. La prensa británica, sedienta de relatos macabros, habló de jeroglíficos malditos y venganzas milenarias. Otros miembros del equipo de excavación también murieron en circunstancias curiosas, alimentando la leyenda. La realidad, sin embargo, era más prosaica: infecciones, enfermedades tropicales, y el azar disfrazado de destino.
Carter, el hombre que lo inició todo, vivió hasta 1939. Murió sin riquezas, sin honores, pero con el eco de la eternidad en su nombre. Aquel día de noviembre en que abrió la tumba, había desenterrado más que un cuerpo: había despertado una historia, un mito, un recuerdo dorado entre las sombras del tiempo.