Siempre he vivido entre dos mundos, como si mi existencia transcurriera en un punto de intersección, donde la lógica de la ciencia se encuentra con la intuición del arte. No sé bien con certeza cuál de las dos fuerzas llegó primero. Si fue la urgencia de comprender lo que me rodea lo que me llevó a la ciencia, o si, por el contrario, fue ese deseo de capturar la belleza del mundo lo que me empujó a la exploración meticulosa de sus mecanismos.
Hay días en los que quisiera ser Leonardo, convencido de que todo procede de la observación, de trazar líneas en un cuaderno, de dejar que la mano interprete lo que el ojo ve y la mente comprende. Veo el vuelo de un pájaro y me pregunto, no sólo por la elegancia de su movimiento, sino también por las fuerzas físicas que lo gobiernan. Otros días, sin embargo, quisiera ser un explorador decimonónico, un Humboldt, Darwin, por qué no, Walter Roy Bates, perdido en la inmensidad del Amazonas.
La ciencia, entonces, no es sólo un conjunto de leyes abstractas, sino un viaje, una narrativa en la que el asombro es el protagonista y el cuaderno, un fiel compañero en el que fijar con palabras y dibujos todo cuanto se hace patente frente a nuestros ojos. Pero, ¿y si la verdad es que no hay tal dualidad, sino un continuo? Cuando dibujo, estoy haciendo ciencia, porque analizo, descompongo, interpreto y, cuando investigo, estoy creando arte, porque busco patrones, armonías, narrativas ocultas en el caos aparente de la naturaleza. Tal vez el error sea intentar separar ambos impulsos, ponerles nombres distintos, trazar una frontera donde sólo hay flujo.
Tal vez, arte y ciencia y, viceversa, no sean dos caminos opuestos, sino dos formas de nombrar la misma pulsión, la de entender el mundo, ya sea con un pincel o a través de una fórmula matemática.
ATAPUERCA 5 (Miguelón)
AUSTRALOPITHECUS AETHIOPICUS